El aborto constituye una realidad que atraviesa la vida de muchas mujeres como experiencia directa y material. La mayoría de las veces esta materialidad toma la forma de precariedad sanitaria, afectiva y relacional; también se configura como experiencia fantasmática -es decir, emocional, psicológica- y, en algunas ocasiones, se radica en el cuerpo bajo el signo del temor, la angustia, la culpa.
Desde hace décadas, los movimientos feministas, en Chile y en el mundo, han puesto de manifiesto la urgencia de despenalizar el aborto y de asegurar condiciones de seguridad para su realización, independientemente de la situación económica, social, cultural o contextual de las mujeres que deciden interrumpir un embarazo.
Esta demanda reivindica, en primer lugar, una dimensión básica de la democracia: las mujeres deben ser reconocidas como sujetos de derecho, en igualdad de condiciones no sólo ante las leyes ya sancionadas –que, sabemos, se inscriben en una estructura jurídica patriarcal y discriminatoria– sino, sobre todo, ante la formulación de nuevos marcos de convivencia. Pero esta demanda también pone de manifiesto el carácter estructural de la violencia que afecta la vida de las mujeres: las ciudades, los campos, los trabajos y las universidades son, cotidianamente, espacios de vulneración de la integridad física y emocional. La sexualidad es una dimensión paradigmática en el ejercicio de violencia, sometimiento y discriminación; la violación, de un lado, y la penalización del aborto –en cualquier circunstancia–, del otro lado, constituyen expresiones extremas de la violencia de género, que vulneran la autonomía de las mujeres desde la dimensión material y subjetiva del cuerpo y el deseo, hasta el registro simbólico de los discursos, las leyes y la impunidad que recubren la expropiación de esos cuerpos y deseos.
Recientemente, el movimiento feminista ha logrado instalar, en Chile, una ley y un protocolo asociado a ella para la despenalización del aborto en 3 causales que se consideran atentatorias a la vida o a la integridad de las mujeres. Estas causales incluyen el peligro para la vida de la mujer, la inviabilidad del embrión o feto y la violación; con ellas se recupera la línea de base que existía hasta la época de la dictadura. Sin embargo, vuelve a quedar pendiente a nivel institucional –es decir, legislativo, normativo y procedimental– la discusión de una cuestión de fondo: el estatuto social, político y jurídico de las mujeres en nuestra democracia, así como la responsabilidad institucional implicada en su protección. Propongo abordarlos de la siguiente manera:
1 El problema práctico que la despenalización del aborto en tres causales propone, aparentemente, resolver, y sin embargo, no resuelve:
2La dimensión ético-política que, desde una perspectiva liberal –como la que hegemoniza hasta hoy la legalidad de nuestra convivencia, consagrada en la constitución y en las leyes–, hace del aborto el ejemplo por antonomasia del conflicto de libertades individuales que el Estado, como supuesto garante de ese bien superior que sería la libertad individual, vendría a proteger por la vía de la penalización del aborto. Sin embargo, y como es de suponer, ese argumento se sostiene en un doble truco: su carácter abstracto –hasta el punto de suponer un individuo allí donde aún no lo hay– y el sometimiento de las mujeres como quienes deberían renunciar, en última instancia, al ejercicio de esa libertad. Es decir, el liberalismo reafirma por la vía de la penalización del aborto –o de su restricción a causales específicas por él definidas–, la subordinación de las mujeres a un orden establecido y ajeno, es decir, no establecido por ellas ni para ellas como sujetos autónomos.
Sin embargo, lo que el aborto pone en juego no es una cuestión liberal de derechos individuales; antes bien, se trata de la responsabilidad colectiva que atañe al reconocimiento y protección de la diversidad de sujetos que constituyen y configuran el espacio de lo común. En ese sentido, la despenalización del aborto, y su práctica segura y protegida, se configuran como un paso indispensable en la erradicación de las violencias de género, particularmente desde el punto de vista estructural, pero también como un paso indispensable para la construcción de una democracia real.
3 Estas prácticas, jurídicas y simbólicas, tanto como las condiciones materiales y cotidianas de la vida, siempre en riesgo, de las mujeres, tienen un efecto subjetivo indesmentible: es la vivencia de reproducción al infinito de la violencia patriarcal -esa violencia que, tal como señala Rita Segatto, es el punto clave en la reproducción del patriarcado. Hoy, que enfrentamos el desafío –y la esperanza– de definir democráticamente las coordenadas de nuestra convivencia, a través de la Convención Constitucional, se hace más urgente aún encontrar otros anclajes prácticos, ético-políticos y subjetivos. Como espacio feminista, La Morada ha acompañado, desde sus inicios (es decir, desde los años 80, cuando el aborto era legal también en las causales que hoy vuelven a reconocerse), las vidas y trayectorias de mujeres sometidas a múltiples violencias: en la pareja, en los espacios laborales, en la ciudad, en las aulas. Y también en la sexualidad, desde la violación hasta la penalización del aborto. Este acompañamiento, que es testimonio colectivo de las subjetividades violentadas, nos lleva a creer, profundamente, en el valor de las palabras de cada una de ellas y en el derecho inalienable a la legitimidad de cada una de sus experiencias.
En síntesis: hoy urge legislar para la despenalización del aborto, sin restricción de causales, y asegurando la responsabilidad del estado para su implementación en condiciones de seguridad e igualdad para las mujeres, es decir, en condiciones que rompan las vías de reproducción de la violencia de género que, aún, cada día y en todos los espacios de la vida, quiere seguir sometiendo y expropiando los cuerpos de la mitad de la humanidad. Probablemente, sin embargo, esta legislación no será posible mientras no logremos conquistar el espacio instituyente de una subjetividad soberana de las mujeres, gesto que sólo la pluralidad de voces feministas que hoy comparecen en la escritura de un nuevo pacto social, puede realizar.