Si asumimos que, con certeza, el sistema patriarcal es una hegemonía política, cultural, económica y espiritual, que se funda en, y se nutre de la subalteridad de las mujeres, el derecho a “participar en la vida cultural” podría configurar una forma más de neutralización de su rebeldía, de su lucha colectiva; una lucha histórica por cambiar no sólo el orden del poder y sus estrcturas legales y políticas, sino por algo más radical y definitivo: alterar las culturas que están a la base de ese orden y dar espacio a otras formas de ser y de hacer la vida en sociedad. En esa transformación habría que reformular nociones como las de participar de la vida cultural (una cultura misógena) por el derecho de todos y todas a participar en la construcción simbólica de lo común. Desde esta perspectiva, tomando los instrumentos disponibles sin eludir la duda política sobre su efectividad, que acompaña el análisis, haremos algunas proposiciones que se inspiran en una práctica feminista de casi 40 años. De esta práctica, imposible de resumir aquí, hemos seleccionado algunos hitos muy demostrativos de un ejercicio de derechos culturales, entendidos en su acepción más amplia y consensuada.
La fundación de La Casa de la Mujer La Morada en el año 1983 constituyó un hecho político, social y cultural de gran envergadura en la historia del feminismo en Chile. Su primer sello fue el activismo feminista, alojando en su seno al Movimiento Feminista entendido como una reanudación de luchas históricas que habían sido aplacadas por un sinfín de razones socio-políticas, pero también por la fuerza de la dictadura y su impronta extremadamente patriarcal y misógena.
La Morada también fue alero para la formación feminista de para varias generaciones de militantes, lugar de conciliábulos y centro de operaciones anti-dictadura, espacio de creación literaria, dramática, visual y de producción de discursividades que transgredían todos los lugares comunes de las narrativas de lo femenino hegemónico. En su trayectoria fue un espacio de asociatividad y visibilidad de importantes pensadoras, artistas e intelectuales que nutrían una “vida contra-cultural”, de gran productividad en la época mientras el régimen militar engordaba innumerables dispositivos de entrentenimiento para ficcionar un estado de normalidad y apagar con su ruido el grito de los y las humilladas. Nuestras compañeras y aliadas experimentaron persecusión y censura. El arte fue, con todo, una herramienta fructífera para la recuperación de la democracia formal.
Otro hito de su historia fue –hacia fines de los años 80– la creación de Radio Tierra. “La radio que te escucha” como rezaba su primer aviso fue a pesar de su frecuencia limitada, una fuente de producción de nuevos sentidos. Aquí y a su través se hicieron visibles las disidencias sexuales, la potencia de las organizaciones sociales y políticas de cuño feminista, las luchas por los derechos reproductivos. Fue un canal y un dispositivo amplificador para denunciar las violencias en contra de las mujeres y también un ejercicio de creación y diseño de nuevas formas de comunicación social feminista.
Tres formas de trabajo de entre muchas que pueden ser demostrativas del feminismo como activismo cultural: una es la creación del Centro de Salud Mental para mujeres, que se constituyó también en un espacio de formación y debate sobre psicoanálisis y feminismo. Otra fue la extendida práctica de trabajo territorial, de fortalecimiento de organizaciones populares y de alianzas con organizaciones de derechos humanos. Finalmente entre las contribuciones demostrativas de la transformación cultural que propugnamos, están las realizadas en el campo del derecho, tanto para develar su sesgos patriarcales, como para estimular la creatividad jurídica sobre la base de nuevos paradigmas de relaciones igualitarias y justas. Estas prácticas y sus proyecciones hasta el presente, nos han dado una existencia institucional en permanente transformación probablemente articulada por las prácticas del activismo. Actualmente, aquello que pudimos instalar –escandalosamente– como novedad, hoy puede ser sentido común que puede movilizar o apaciguar el malestar de las mujeres. Esta práctica histórica, nos permite sostener la importancia de que una nueva Constitución establezca las condiciones de posiblidad no sólo para reconocer y valorar identidades diversas, sino para participar legítimamente en la construcción de una nueva distribución de poder real y simbólico.
Las feministas no estamos exentas de la paradoja de la participación cultural: ¿para descontruir hay que pertenecer?, o por lo menos, ¿hablar el idioma del poder? Tanto como constructoras de sentido, somos demoledoras de otros. En nuestra trayectoria histórica no hay campo de la cultura, de las artes y de la ciencia que no hayamos intentado leer en clave crítica y transformadora: feminismo y psicoanálisis, feminismo y literatura, feminismo y educación, avanzando a la elaboración de marcos filosóficos, educacionales, estéticos y políticos propiamente feministas para despercudirse de las referencias. Las estrategias también han sido las de dar visibilidad a las mujeres en todos los campos culturales y artísticos, nombrarlas, reconocerlas y demandar su reconocimiento, al mismo tiempo que se transgreden los términos de las asignaciones de valor. Otro camino ha sido la reapropiación de creadoras y artistas que fueron tergiversadas, blanqueadas o esterotipadas por la cultura de los salones, para develar su potencia transgresora, lo que ha densificado el sustrato cultural de nuestros países, siendo el caso de Gabriela Mistral un ejemplo y un emblema para nosotras las chilenas.
¿Qué condiciones debe garantizar la Cosntitución para que podamos ejercer plenamente los derechos culturales? A riesgo de quedarnos cortas en la enumeración, adelantaremos algunas propuestas. Primero, en cuestión de enfoque debemos aspirar a garantías de igualdad sustantiva, y no una enunciación formal de la neutralidad de la Ley. Francesca Rosales y Katherine Pizarro, además de aseverar esta condición, sugieren las siguientes preguntas orientadoras: ¿Hay medidas que benefician a una mujer de forma individual pero no a todo el colectivo? ¿Hay medidas que pueden ser paternalistas y tienen efectos estigmatizantes para las mujeres?
Participar “en” o “de” la vida cultural, fortaleciendo la identidad propia y reconociendo la legitimidad de otras en la convivencia, exige garantizar condiciones óptimas de educación pública de calidad. El sistema educacional debe estar constitucionalmente definido como no discriminatorio. El sexismo, la xenofobia, la LGBTIfobia y otras formas de negación de la diversidad identitaria, están suficientemente documentados como formas de violencia institucional.
El lenguaje estructura la vida cultural de las comunidades y esto debe ser atendido tanto para adoptar un lenguaje sensible al género, como para acuñar modos de nombrar nuevas realidades, por ejemplo del sistema sexo/género. La Constitución debe reconocer más lenguas, como parte de la aceptación de nuestra realidad pluricultural. Las mujeres indígenas, migrantes, cultoras de artes y oficios de valor cultural intrínseco, sus perspectivas y demandas son una realidad que no puede ser omitida por la nueva Constitución. Varias autoras feministas señalan: “La discusión constitucional sobre pueblos indígenas en el marco de los derechos reconocidos por el derecho internacional sobre pueblos indígenas no debe estar enfocado sólo en la existencia de los pueblos o en la diversidad cultural, sino que debe ser más profundo, reconfigurando cómo se concibe al Estado. Esta consideración debe abarcar las especificidades de reconocimiento y protección de los derechos de las mujeres indígenas. En especial aquello referido a tres tipos de derechos, relativos a los derechos territoriales, a los derechos socioculturales con especial atención a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres indígenas, y a los derechos de organización política tanto en el ámbito de su autodeterminación interna como en relación con la sociedad nacional. Todo, con atención a las posibles colisiones de derechos fundamentales que pudiesen afectar a las mujeres indígenas. La regulación de la participación debe considerar los obstáculos y barreras adicionales que las mujeres indígenas deben enfrentar incluso al interior de sus pueblos. Es fundamental considerar garantías específicas que contrarresten la particular discriminación que sufren las mujeres indígenas y que cautelen sus intereses y voces en el marco del reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas. (Y garantizar) la participación de mujeres indígenas en los mecanismos de participación general y particular que la nueva Constitución defina”.
Participar de y en la vida cultura exige capacidad de mirar pero también de ser vistas y escuchadas. La participación de mujeres de diversos orígenes en toda la cadena de valor de los medios de comunicación, es hoy un imperativo de la profundización democrática a la que aspiramos. La distribución de los recursos de transmisión sonora o audiovisual, su propiedad, uso y goce está concentrada en los segmentos clásicos del poder patriarcal. Tratándose de bienes comunes, como son también los beneficios de la tecnología y de la ciencia, los patrimonios culturales y naturales del país deberá haber formas constitucionales que garanticen su redistribución.
Insistimos en que el catálogo de derechos culturales puede no expresar las complejidades de nuestras sociedadas fragmentadas y desconfiadas de cualquier forma de institucionalidad por democrática que parezca. Reestablecer los vínculos, la confianza y la seguridad de pertenecer a una comunidad de sentido, es una tarea cultural inconmensurable, pero también ineludible, más aún cuando en las realidades nacionales los derechos humanos y el propio sistema comunitario internacional sufre una depreciación grave y amenazante. Sin embargo, contamos con un sistema internacional de derechos humanos, cartas, declaraciones y convenios que la nueva Constitución puede vincular a sus principios, dotándola de un cuerpo robusto de referencias para futuras legislaciones.
En las últimas décadas la conciencia de la diferencia discriminada, de la subalteridad, del daño ecológico, ha sido muy productiva para el pensamiento y la acción política divergente. La mujeres, las disidencias sexuales, los/as indígenas, los/as pobres, los vulnerados, afearon la promesa neoliberal del progreso y develaron la inhumanidad de sus políticas. El palimcesto de los grafittis, el derribamiento de estatuas y monumentos, la degradación material como estética del cambio, el trastocamiento de palabras, significados y fonéticas, las hablas inconclusas e inconducentes de las redes sociales, lo inacabado como estado del ser (expresado en la palabra “líquido”) entre muchos ejemplos, pueden ser –hipotéticamente– una respuesta altanera a la dificultad que experimentan amplias mayorías de personas para “participar de la vida cultural” tal como fue supuesta por quienes invocaron este derecho. El ejercicio pleno de los derechos culturales podría estar al servicio de una nueva forma de integración cultural, que sin solayar sus contradicciones, nos permita avanzar por fin a una vida social, justa, buena, libre y gratificante para todos y todas.